El nuevo lujo: Solo una forma de pensar
Txt Germán Pikas
El filósofo francés Michel Foucault decía que pensar era pensar algo diferente de lo que se pensó. Es decir, mutar, contradecirse, enfrentarse a lo instituido. También decía que cada época sólo puede pensar aquello que le es posible pensar. Pensar (hacer, decir) tiene límites que son históricos. Hay ideas, imágenes, leyes, instituciones, ropajes que hoy no alcanzamos a pensar. Nos convoca reflexionar sobre el lujo. Su rise and fall, su devenir, su sentido. El lujo desciende de lo excedentario. Es decir, una vez colmada la necesidad emerge el lujo. Si la necesidad es vestirse, el lujo sería el artificio, por ello no se vincula tanto con la función como con el juego.
Ahora bien, la concepción tradicional del lujo reside en la exhibición de riqueza, en la ostentación de aquellos bienes y servicios de alto valor adquisitivo. De pocos para pocos. De circulación escasa. Entre yates, joyas, ropa de alta costura, Ferraris, perfumes exóticos, comidas gourmet, playas de ensueño. El lujo circula entre “familias” que orbitan la punta fina de la pirámide. Es lo alto. Lo superior, lo prestigioso. Lo inalcanzable.
Se suele afirmar en la actualidad que el lujo ocupa un lugar distinto, en tanto su universo ha disuelto sus tácticas excluyentes para acercarse a lo industrial, lo masivo. La palabra que se utiliza para unir estos los mundos es «masstige».
Dos vectores entrelazados permiten comprender este fenómeno acontecido en los últimos años. Por un lado, las estrategias financieras de las marcas de lujo y su imperiosa internacionalización; y, por otro, la trascendencia de la imagen y de los medios de comunicación (digitales y analógicos), que son los que edifican la identidad de toda marca de lujo. La lógica del consumo viró y es quien maneja los hilos.
Los incesantes flujos financieros del capitalismo actual generaron que las marcas de lujo adoptaran acciones de marketing para generar una imagen amigable y asequible. “El universo de la moda de lujo se asentaba en empresas familiares de pequeños tamaños, artesanales, en casas de moda independientes, con sus fundadores, sus creadores, sus clientes. Chanel, Dior, Nina Ricci, Vuitton… este ciclo ha concluido. Ahora hay gigantes de la moda, grupos multimarcas de gran envergadura que cotizan en bolsa y que agrupan a una gran cartera de marcas de prestigio”, apunta Gilles Lipoveztky, filósofo francés.
Se produce entonces un diálogo entre los modos de ser de las marcas masivas y las de lujo. El lujo acoge principios del marketing del gran consumo, como por ejemplo producir comerciales publicitarios y planificar su pauta en prime-time, o bien abrir tiendas en shoppings. El lujo volteó hacia lo que antes se consideraba vulgar. Por su parte, las marcas de moda masivas convocan a diseñadores de prestigio para legitimar sus productos fast-fashion.
El lujo se caracterizaba por hacer de la discreción y el secreto su arma de distinción. Hoy el imperativo es llamar la atención, un call to action fugaz y permanente sea por medio de la trasgresión o por medio de un mensaje políticamente correcto. Nada se sustrae del torrente marketinero que da forma al lujo hipermoderno.
Las marcas de lujo se han apropiado –ya que disponen de una buena cantidad de recursos- de procedimientos que exceden su campo de acción: la arquitectura, el arte, el cine, el teatro, la música, la danza. Esta mezcla origina efectos en todos los segmentos sociales espectacu- larizando al producto. Más consumible o más deseable, más lejano o más cercano, el lujo está ahí derritiéndonos.
Asimismo, el anonimato de la producción industrial se cruza con el aspiracional del lujo tam- bién en lo que podemos llamar consumo off o mercados informales. Lo prueba la multiplicación de remeras, camisas y accesorios con el logo Chanel o Gucci en los proto-mercados persas del Conurbano bonaerense, Kuala Lumpur y demás capitales mundiales. La reproductibilidad de la marca de lujo repone esta idea: “todxs queremos el lujo, todxs podemos vestirnos así”. Una inclusión en el mundo de la exclusión.
Si se afirma que “los deseos de lujo se han democratizado” y que, por tanto, el lujo es un camino inevitable, al menos en términos de consumo, los medios de comunicación no hacen más que preparar cultural y fisonómicamente a sus consumidores. El carácter huidizo de los placeres es una de las bases del posmodernismo. Ir a comprar a una tienda no sólo guarda relación con la motivación del consumidor/a de comprar algo, sino también con distraerse de todo. El lujo no es sólo comprar, es un mundo a pertenecer. Incluso cuando la ficción o la fantasía fortifican los cimientos de una realidad desigual, la relación con el lujo se redefinió definitivamente. Entonces la criba de la historia provoca un giro: algo mutó. Algo comenzó a pensarse de otra manera. Pero se puede ir mucho más allá. Para ello, retomemos a Foucault: “La noción de cambiar de manera de pensar toma un significado más general y ampliado desde que no es ya cuestión de alterar la creencia u opinión de uno, sino de cambiar el estilo de la propia vida, la relación de uno con los otros y la relación de uno consigo mismo”.
Entonces nos interpela explorar otras formas de pensar, cambiar la forma de pensar y cambiar la forma de cambiar. Más allá de la necesidad, hay juego o lujo, dice el escritor y ensayista Lucio Arrillaga. Bajo esta percepción, el lujo no pertenecería al orden de la utilidad, de la identidad, sino de la potencia. Acariciar la espuma, perderse en el tiempo, apostar por el artificio por encima de la eficacia comunicacional, querer lo suntuario por encima de su relación costo/beneficio. Y entonces podemos habitar el lujo cuando así lo decidamos, cuando nos fuguemos de la necesidad y el «deber ser» sin que nos importe lo que digan los demás.