At the disco: studio 54
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At the disco: studio 54

Difícil de sacar, el glitter de Studio 54 corre por las venas de los dioses de la noche. Estrellas, arcoíris, oro y Manhattan.

 

Text   Germán Pikas

 

 

Con el fluir del tiempo, la aridez de la experiencia, lo aprendimos. El reverso, el antagonista de la fiesta no es el tedio ni el aburrimiento, sino la resaca. A la fiesta se la vive prendido fuego, flotando en moléculas de dopamina, pero si hay que escribir sobre ella, lo haremos desde un solo lugar: la resaca. Studio 54 fue la disco soñada, un impar dancefloor cuya vida arranca en abril de 1977 y su declinación data de marzo del 86, cuando ya no era lo que debía ser. Exclusivo y excluyente, frenético y salvaje, el sexo se jugaba en los baños y las drogas eran moneda de cambio hasta para las propinas. Osea, a Calígula le gusta todo esto.

 

 

La era post Vietnam y la revolución sexual (la de los hippies ululando en Woodstock) eran parte de una atmósfera yanqui que necesitaba evacuar su excedente energético. En ese contexto emerge Studio 54 y sus piélagos de excesos. Fue creada por dos hombres aparentemente opuestos en sus estilos de vida. El brooklyniano Steve Rubell –abiertamente homosexual, condición que para la época no era nada sencilla- y su amigo hétero, el apolíneo del Bronx, Ian Schrager. Steve amaba a Ian, no tan en secreto. Juego de tronos. Steve era el chico salvaje, Ian buscaba mantener el inestable equilibrio.

 

El primer intento de la dupla citadina fue armar una disco en Douglaston, Queens, pero el newyorker modernoso no gustaba de moverse, no demasiado. Por eso los dos amigos tuvieron que optar por una geografía mas hypeada: Manhattan. Allí, en la calle 54 Oeste, en ese viejo teatro Gallo Opera House, edificado en 1927, montaron su fantasía.

 

El muro de luces intermitentes que construía el sonido disco lo movía todo a fuerza de acordes brillantes y arreglos orquestales. Donna Summer, Chic, Gloria Gaynor, Barry White, Village People; pero también Electric Light Orchestra con el abrasivo Last Train To London y, aunque The Rolling Stones lo nieguen, Miss you tiene notorias influencias del pulso rítmico bajo el imperio del four-on-the-floor.

 

 

El cerebro libertino de Steve se cifraba sobre las lindes del hedonismo. Su idea era seleccionar gente linda y desconocida y mezclarla con celebrities. Mick Jagger, Debbie Harry, Truman Capote, Calvin Klein, Salvador Dalí, Al Pacino, Tennessee Williams, Andy Warhol y Grace Jones, pornstars y vos. La fama como camino y espejo. Si la droga y el alcohol corrían de modo ilimitado, la noche sería tan larga como el día, y nadie debería reprocharle nada al tiempo y su destilado.

 

Todos querían estar ahí. Los mainstream y los under. Los pro y los anti. Studio 54 imantaba. El mismísimo Timothy Leary, psicólogo y escritor estadounidense, acérrimo defensor del uso de drogas psicodélicas para la investigación espiritual, bailó en su pista para celebrar el lanzamiento de la película Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band en 1978. Aaron Kay, miembro conspicuo del contracultural Partido de la Juventud Internacional, le arrojó una tarta de crema a Rubell, acusó a las discotecas de decadentes y hasta profirió una amenaza: su grupo iniciaría una guerra en su contra.

 

El mito se construía sobre la base de una resplandeciente barbarie, de un ritual de guerra de calaveras y demonios. Famosos drogándose en los baños, teniendo sexo en el Vip, chicos y chicas bailando sin parar, torrentes de purpurina, oxfords, dráculas con tacones, tubos fluorescentes en forma de X disparando rayos sobre panteras y leopardos (sí, en la disco solían haber animales). Si lo viéramos desde un plano cenital estaríamos frente a un gran mutante multiforme, un monstruo radiante y descomunal, una máquina exuberante de sangre e irradiaciones.

 

 

 

 

La puerta de Studio 54 era el gran desafío. Franquearla no era fácil para nadie. Tal es así que Warren Beatty, Cher, Woody Allen y Frank Sinatra se quedaron afuera de su primer evento. La estrategia para fisgonear ese mundo podía ser otra; por eso Alec Baldwin ejerció de mozo por un tiempo. Corría 1979 y durante un allanamiento se encontraron bolsas de dinero escondidas dentro del edificio. La antesala del final. Altercados legales mediante, la fiesta de clausura en 1980 fue conocida como El Final de la Gomorra Moderna, y al parecer fueron los músculos de Sylvester Stallone los que levantaron la última copa. El club siguió unos años más, pero en forma de farsa. Ya nada sería igual.

 

Lo sabemos, me lo refirió un escritor amigo, Alejandro Díaz B.: “Las guerras traen mala suerte, y los chicos y las chicas sólo quieren bailar”. Y entonces bailamos, bestias del swing. Y ya no soñamos. Somos el sueño mismo.